Redactado el texto que sigue antes de la culminación de la primera sesión del
proceso sinodal, nos llegan reacciones de desencanto de algunos sectores que
esperaban algo más. Nosotros no sentimos frustración pues, como decimos en
dicho texto, no nos hacíamos muchas ilusiones. En la sesión sinodal que culmina
hemos visto a una gente volcada en discutir si se aplicaban o no unos remiendos
nuevos a un vestido viejo cuyo mal aspecto tampoco iba a mejorar mucho. La
temática que parece haber absorbido la atención de los/as sinodales es sólo la
problemática interna de la institución eclesial. Queda desatendida, como siempre,
la misión que Jesús encarga a sus seguidores. El Sínodo que adoptó inicialmente el
lema “Marchar juntos” tiene que concretar y aclarar en qué dirección y con qué
destino pretende marchar. Si no es para seguir a Jesús, la marcha no tiene sentido,
ni juntos ni separados.
La Iglesia se halla en un proceso sinodal con unos objetivos amplios pero ambiguos.
Se asume que un sínodo es una asamblea con una entidad inferior a la de un concilio.
Generalmente, los sínodos son gestionados y realizados en su totalidad por parte del
estamento clerical, concretamente por los niveles más altos de la jerarquía eclesial. El
actual Sínodo de la Sinodalidad es una excepción en el sentido de que se hizo una
consulta al laicado y a la sociedad en general. La propia temática, la Sinodalidad, ya
expresa por misma la voluntad de ampliar el ámbito de participación en el debate
eclesial, es decir, recuperar para la gestión eclesial el carácter asambleario que no
debió perder nunca. Las etapas local, diocesana y continental del proceso sinodal
aportaron una amplia temática que por su envergadura supera con mucho la de los
concilios. De hecho, entre los temas propuestos aparecen asuntos que el Vaticano II
decidió aparcar: legado dogmático, estructura jerárquica de la Iglesia, celibato
sacerdotal, situación de la mujer en la Iglesia…
El hecho de que se haya emprendido tal Sínodo parece indicar que se tomó conciencia
de las carencias del funcionamiento de la Iglesia durante muchos siglos, el abismo
existente entre el sector clerical y el laicado en la dirección y gobierno de la Iglesia.
Es positivo que se haya percibido ese problema y se intente remediarlo. Pero no nos
hagamos ilusiones. Desde muy pronto se perciben los límites, el escaso alcance de lo
que se puede lograr en este proceso. Desde el principio se ve claro que la raíz de toda
la problemática eclesial es el clericalismo. En las respuestas al cuestionario sinodal no
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faltan constataciones de esa realidad, pero no se acierta a proponer soluciones
adecuadas.
Parece que quienes postulan el acceso de la mujer a la ordenación sacerdotal, la
supresión del celibato clerical y la bendición de las parejas LGTBI por parte de
sacerdotes de la Iglesia, no se dan cuenta de que con esas peticiones están rindiendo
homenaje al concepto mismo de sacerdocio, a la jerarquía institucional de la Iglesia.
Si concluimos que la tal jerarquía eclesial, por el simple hecho de existir, y por las
funciones que se asignó, fue durante dos milenios un factor de perversión de la
naturaleza misma del colectivo que Jesús quiso crear, el remedio a aplicar debería ser
radicalmente distinto de lo que el Sínodo puede considerar y aceptar. Por ese camino
el Sínodo de la Sinodalidad está condenado a ser, como lo fue el Concilio Vaticano II,
una labor vana de poner un remiendo nuevo a un vestido viejo.
Bajo la dirección de tal tipo de pastores, como los que la Iglesia tuvo durante tantos
siglos, la institución se evidenció incapaz de cualquier tipo de auto-reforma. De
hecho, todos los cambios que acometió: dogmas, preceptos, modalidades de culto,
empoderamiento jerárquico, enriquecimiento, colusión con los poderes dominantes
del mundo… fueron justamente en la dirección contraria a la enseñanza de Jesús. El
resultado es una forma de organización eclesial que no puede servir para realizar la
misión que Jesús asignó a sus seguidores. En efecto, la Iglesia se define y se ve a sí
misma como una “comunidad de creyentes”. Una comunidad de creyentes es una
religión, con sus creencias, preceptos, ritos, y devociones, cuya finalidad esencial es
desviar al rebaño de la dirección que Jesús quiere que sigamos. Él no pensó en una
“comunidad de creyentes” sino en una “comunidad de seguidores”. No es lo mismo,
los creyentes sólo tienen que rezar y ayunar cuando lo manda la Santa Madre Iglesia
para ganar la vida eterna. Pero los seguidores son interpelados para imitar a Jesús y
trabajar por su proyecto del Reino de Dios en la Tierra. Jesús no convoca a creyentes
para que se metan en templos a rezar credos y letanías; quiere gente que se involucre
y se comprometa en mejorar las cosas del mundo que siguen marchando muy mal.
Cada forma de comunidad tiene el tipo de liderazgo que cuadra a sus objetivos. La
“comunidad de creyentes” está dirigida por el líder sacerdotal, el funcionario que vive
de oficiar el culto que la caracteriza. Jesús pensó en otro tipo de comunidad con otro
tipo de liderazgo. Él nunca se definió como sacerdote sino que se encuadró en la
tradición profética, y convoca a sus seguidores para ese tipo de misión y el ejercicio
de ese tipo de liderazgo profético: os perseguirán como persiguieron a los
profetas que fueron antes que vosotros. (Mateo 5, 12).
La función de las religiones es legitimar a los poderes dominantes en la sociedad. El
proyecto de Jesús de Nazaret, que transfiere a sus seguidores, no es acomodarse a los
injustos sistemas de dominación de este mundo. Trabajar por el Reino de Dios y su
justicia, como el Maestro pide, es desafiar a esos poderes de dominación, no
establecer con ellos concordatos que los legitiman y que ellos premian con prebendas
como las inmatriculaciones, por ejemplo.